Sangre hirviendo bajo la lluvia gris de Guatemala.
La lluvia de hace un rato caía a raudales, litros de agua que no mojaban a pesar de vernos empapados por ella. No era la primera vez que nos ocurría; el paraguas del entusiasmo se abría de forma automática. Así eran aquellos años.
La tempestad fue breve pero rotunda y enseguida dio paso a un sol que no vislumbra nunca ahí, en Guatemala, una calma total. Durante aquel septiembre de 2007, las tres almas que habíamos fundado hacía tres años ese altavoz que dependía solo de nosotros y que sigue llamándose Aragón Musical nos negábamos a comenzar el curso escolar y empezamos sin libros homologados, por nuestra cuenta y riesgo, unas lecciones de vida para nuestros devenires.
El ambiente tenía algo indescriptible por encima del aguacero, del calor sofocante o de la mezcla de humedad y aromas exóticos que llenaban las calles. Había algo más: Héroes del Silencio volvían desde ahí a los escenarios en un concierto de reunión que iniciaba una gira que les haría viajar por Latinoamérica y España. Resumiendo: nuestros compatriotas aragoneses pasaban a ser leyenda renacida del rock en castellano de todos los tiempos. Y ahí estábamos, con la sensación de haber saltado el océano en un instante, de una sola zancada; en media, qué carajo. Así éramos.
Había que conocer las maravillas que esconde este especial país y acudimos a la cita con días de antelación para bañarnos en él, aquella primera tormenta supondría solo el comienzo de la magia. Antigua Guatemala nos sobrecogió con sus calles empedradas y estética colonial, mientras que Livingston nos sorprendió como no sospechábamos por ser un cachito multicolor de África perdido un un lugar de América solo accesible en lancha. Incluso hablamos para Los 40 Principales de Guatemala. En la capital no se aconsejaba al forastero salir a la calle de noche y cuando en una ocasión el sol se nos escapó antes de lo previsto la gente nos alertó preocupada del peligro para que tomásemos un taxi, para huir rápidamente de ahí. Verdaderamente iba en serio, todo iba en serio en realidad, pero no lo sabíamos aún.
Por agenda no dio tiempo a reunirnos con el majestuoso lago Atitlán que prometía paz en un viaje protagonizado por una creciente excitación. “¿Y si vemos el lago?, ya hemos asistido a conciertos de Héroes otras veces, ¿no?”. Todo hubiera podido ser, cualquier mala ocurrencia podía transformarse en gran plan; éramos tres pequeñas gotas de lluvia que se sentían parte de los torrentes de aquel paraje. Pero no. Las señales nos conducían en cada paso hacia al Estadio del Ejército, en Ciudad de Guatemala, donde Enrique, Gonzalo, Joaquín, Juan, Pedro y su equipo estaban a punto de escribir un capítulo crucial de la música y de nuestra biografía.
El día del concierto fue una borrasca de emociones difíciles de digerir y también de relatar, principalmente porque asimilar todo aquello dejaba en la cuneta muchas vivencias. Ancho de banda cerebral limitado. En las puertas, grandes colas de días de espera, con gente que se había gastado varios sueldos en estar ahí, indicaban la gran trascendencia de lo que estaba a punto de ocurrir. Íbamos acreditados como medio de comunicación, habíamos venido de muy lejos para recoger todo en aragonmusical.com y El Periódico de Aragón, pero hasta el último momento no nos dieron vía libre para entrar en aquella basílica de feligreses ávidos de cielo, por lo que nuestra entrada en el recinto fue del todo triunfal.
En el momento en que escuchamos los primeros acordes de ‘El Estanque’ fuimos al fin conscientes de que el milagro se había producido. Ya el ‘Song to the Siren’ de This Mortal Coil, que precedió al inicio, nos había dejado en shock. Visitar tantos rincones guatemaltecos durante tantos días había desviado nuestra atención y asumimos lo que había frente a nuestros ojos de sopetón. Más que un espectáculo, aquello suponía todo un ritual de reencuentro entre el mito y su público. Miles de voces cantando y sintiendo a la vez, corazones de culturas no tan distintas latían al mismo ritmo con una energía capaz de inundar Guatemala al completo de sonidos de voces, guitarras, bajos y baterías que actuaban de algo más que meros instrumentos.
En el mismo eco de ‘En los brazos de la fiebre’, la celebración continuó en una fiesta privada organizada por el grupo. Pedro Andreu, el batería, es el padrino de Aragón Musical, nuestro padrino. Aceptó en su día sin casi conocernos apoyar el proyecto prácticamente con los ojos cerrados y, por si esto no resultase suficiente, nos había invitado personalmente a asistir a la celebración íntima posterior al concierto. Fue un gesto que habló una vez más de su generosidad y cercanía. Y allí nos encontrábamos, compartiendo risas, historias y brindis con dioses en carne mortal.
La noche avanzaba y el reloj nos recordaba que nuestro vuelo de regreso salía temprano. Resignados, tocó despedirse, pero Pedro, atento como siempre, nos detuvo. “Nada de taxis”, susurró con una sonrisa. “Os lleva el coche oficial de la banda”. Y así fue como pudimos disfrutar durante más tiempo de aquella pequeña gran fiesta para terminar subiendo a un vehículo espacioso y cómodo, conducido por un hombre que pronto nos reveló una historia que acabaría de marcar a fuego la noche y aquel viaje de aprendizaje.
El conductor, un señor sereno y amable, nos contó que había perdido a su hijo unos años atrás. Su voz no temblaba al hablar de él; más bien había en sus palabras una calma que solo podía venir del amor más profundo. “Mi hijo era un gran fan de Héroes del Silencio”, afirmó, y su mirada se iluminó con un destello de orgullo. Desde su partida, aseguró, había sentido que su hijo seguía enviándole señales, en los momentos menos esperados. “Sé que estoy aquí hoy por algo,” concluyó, y el silencio que siguió a sus palabras dijo todo lo demás sobre aquel héroe. Nosotros escribiríamos en el futuro algún relato donde apareciera el joven fallecido para que su alma no caiga en el olvido y permanezca su recuerdo sobre el altar a los dioses. Para que siga junto a más ánimas el camino correcto. Estábamos ahí, precisamente ahí, también por algo.
La noche terminó con una mezcla de sensaciones difíciles de describir. Habíamos presenciado el regreso triunfal de una banda que marcó nuestras vidas, habíamos celebrado todo aquello con ellos como si fuesen viejos amigos, y habíamos compartido un momento íntimo con un desconocido amigo cuya historia nos recordó el poder de la música para conectar mundos. Al subir al avión, descubrimos que habíamos perdido una mochila, pero fue curioso sentir que regresábamos con mucho más equipaje del que habíamos llevado y que este nos iba a acompañar durante el resto de nuestras vidas. Ahí dejábamos suelas desgastadas, calzoncillos sucios y cargadores de móvil incompatibles con los futuros smartphones. Nos llevábamos recuerdos imborrables, emociones profundas y la certeza de que Héroes del Silencio no solo habían regresado a los escenarios, sino también a nuestras vidas. Parasiempre.
Sergio Falces.
Fotografía:
Javier Cebollada