El dulce adiós a un continente
El intercambio de energía durante el concierto había sido tan caudaloso y sincero que no tenía sentido lamentarse. Más bien era hora de celebrar.
Pase lo que pase, es una pena que se pause. Pero todo parece indicar que las palabras de Enrique; «éste es nuestro último concierto en América»- tienen visos de ser proféticas. Si es así, vaya colofón. Ni un programador del Sensorama de Huxley lo hubiera preparado mejor.
El foco hacia Juan primero, hacia el público después, marcó el adiós. No hubo lágrimas, quizá por ósmosis del tema de Héroes que había sonado media hora antes -no puedo dormir, con esas lágrimas…- o quizá porque el intercambio de energía había sido tan caudaloso y sincero que no tenía sentido lamentarse. Más bien era hora de celebrar.
Ayer confluyeron todas las estrellas. No hubo problemas técnicos, ni retrasos, ni hubo un solo ataque de hipo (real o metafórico) en el discurrir del concierto. Una tras otra, las canciones actuaban de catalizador, de muelle, de caricia. El repertorio no varió mucho -«Agosto» entró de nuevo- con respecto a otros días. Lo que se maximizó fue la emoción: el gigantesco Foro Sol de gradas repletas y suelo conquistado por camisetas negras y anagramas del grupo ayudó a que eso ocurriera.
Es más, ayer fue un día propicio para los retos a las leyes físicas. Caminando por el centro del DF -gracias, Mirsha- tuve varias veces la sensación de estar ejercitando el sexto sentido más que los otros cinco. En las afueras del Templo Mayor, en el Zócalo, en la impagable cantina El Nivel, en el entrañable y caótico Tianguis del Chopo. El olor a incienso junto a los tamales, las iglesias y las curas chamánicas, todo revuelto caminando ufano en el corazón de una sociedad excesiva e impactante. Eso es México: no se sabe hasta que no se siente, y el asunto trasciende de las miradas, el olfato, el oído, el tacto e incluso el gusto.
Por la noche pasó lo mismo: se acumulaban las buenas «vibras». El espectáculo estaba en el escenario, en un sonido impecable, en el aroma de una victoria incruenta que se paladea con las manos unidas. Y también en las caras del público, en su forma de corear las letras, en las parejas besándose entre lágrimas -desoyendo, por tanto, a sus chamanes maños- por la emoción de un momento que nunca pensaron vivir y que, a falta de reproducciones materiales, revivirán en su memoria el resto de sus vidas. Para una inmensa mayoría de las 60.000 personas que acudieron al concierto de ayer, la fecha del 6 de octubre de 2007 no se borrará jamás. Y eso, aquí o en Sri Lanka, es mucho decir, amigos.
Nos vamos al avión en unas horas. Mañana, en casa. Quedan cuatro noches mágicas, y la Romareda espera por su ración de fiesta heroica. Allá nos vemos…
Texto:
Pablo Ferrer